Estamos llegando el final de la Pascua. Ha sido una Pascua extraña para todos, vivida en gran parte en nuestras casas, con las puertas cerradas, por miedo, no a los judíos, como dice el evangelio que ocurrió a los Apóstoles, tras la muerte de Jesús, sino por defendernos de un microorganismo que se ha llevado la vida de personas y ha cambiado nuestra forma de vida. Aun así, tenemos motivos para alegrarnos porque, sobre todo, creemos que la muerte y el sufrimiento no son el final, sino que la vida será quien se alce con la victoria.
Hoy celebramos la Ascensión del Señor. En el Credo confesamos nuestra fe en Cristo, que «subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre». ¿Qué significa esto para nosotros?
Nuestro evangelista Mateo, en el anuncio del ángel a María, presenta a Jesús como Emmanuel, Dios con nosotros (1, 23), y fiel a su tema, al final de su evangelio, ante la imposibilidad de ver a Cristo con nuestros ojos, nos dice que Dios permanece con nosotros, que Dios no abandona la morada adquirida con la encarnación del Hijo: “sepan que yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (28, 20). Según Mateo, los discípulos regresaron a su natal Galilea y allí, donde el Resucitado, por medio de las mujeres, les mandó que regresaran, se vuelven a topar con él. Jesús se reencuentra con los suyos en lo cotidiano, en un lugar cercano a aquel donde lo encontraron por primera vez, donde escucharon por primera vez su voz y su llamada. Jesús ha querido que regresen a ese contexto para volver a verlos y hacerse presente en sus vidas aparentemente normales: aunque ya no son normales, no pueden serlo porque Él ha pasado por ellas y las ha transformado. Algo así tiene que ser la experiencia de nosotros como discípulos suyos.
En el texto de los Hechos de los Apóstoles se nos insiste en el valor de la comunidad. La promesa del Señor es a su Iglesia, a la comunidad. Se nos dice que cuando Jesús se les aparece están reunidos a la mesa. De nuevo es en el banquete, en el compartir, en la comida fraterna donde Jesús se manifiesta, como tantas veces lo hizo durante su vida. Y les promete que cuando el Espíritu Santo descienda sobre ellos, los llenará de fortaleza y para que sean sus testigos hasta los últimos rincones de la tierra.
Hoy la Iglesia no celebra la partida del Maestro sino la partida de los discípulos: “Vayan, pues, y hagan discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
El poder que le ha sido dado al Hijo es, en cierto sentido, transmitido a sus discípulos, que tienen la tarea de asegurar su presencia en el mundo. Es la presencia de Jesús en el mundo a través de la Iglesia. Es una orden precisa y permanente, Jesús tiene pleno poder y manda que se bautice y enseñe a todos los pueblos, enseñándoles a cumplir todo lo que él nos ha mandado, al tiempo que nos asegura su presencia.
La vocación del cristiano, inserto en la Iglesia, es la de ser signo de la presencia de Dios en el mundo y hacer nacer en los otros el deseo y la exigencia de establecer la misma relación con Jesús. Como no es posible llegar a todos ni alcanzar a todos. Si mi vida, iluminada y transformada por la presencia del Resucitado, toca a alguno, se hace significativa en relación al bien de la humanidad entera. No es cuestión de multiplicar las actividades, sino de dar intensidad y trasparencia evangélica a la propia existencia.
No podemos quedarnos plantados, parados, mirando al cielo; es necesario entrar dentro de sí y partir inmediatamente. Efectivamente, hoy más, que nunca, la Iglesia necesita la colaboración de todos, donde quiera que nos encontremos y sea cual sea nuestra profesión o nuestro trabajo, somos enviados, como cristianos, a comunicar a nuestros prójimos, de palabra, de obra y con un estilo de vida que sea creíble y elocuente, la misión que nos encarga Jesús, instaurar su reino de justicia, paz y amor.
Hoy celebramos también la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales. El mensaje del Papa Francisco para esta jornada nos recuerda que el hombre es un tejedor de historias, un narrador necesitado de historias, pero que no todas las historias son buenas ni le son favorables. Es la Sagrada Escritura la Historia de las historias, que contiene la historia de Cristo, una historia que se renueva.
A Cristo podemos narrarle las historias que vivimos, llevarle a las personas, confiarle las situaciones. Con Él podemos anudar el tejido de la vida, remendando los tejidos rotos y los jirones.
Con la mirada del Narrador, el único que tiene el punto de vista final, podemos acercamos luego a los protagonistas, a nuestros hermanos y hermanas, actores a nuestro lado de la historia de hoy, en la que podemos ser portadores de esperanza, ser personas ilusionadas que, ante un mundo egoísta, podamos mostrar un amor desinteresado; ante un mundo centrado en lo inmediato y lo material, podamos ser testigos de los valores que no acaban. Es algo que podemos hacer todos: los consagrados a Dios en nuestro diario servicio a la caridad, los padres para con los hijos y los hijos para con los padres, los mayores y los jóvenes, los políticos, los maestros, los médicos y los auxiliares de la salud en su atención a los contagiados por el coronavirus. Seamos narradores de la única historia que puede sanar nuestras vidas, la historia de Dios con nosotros.
«Por tu limpia Concepción y belleza sin igual, cúbrenos con tu manto, Madre Santísima de San Juan».
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