Hech 8, 5-8. 14-17; Sal 65; 1Pe 3, 15-18; Jn 14, 15-21
“Si me aman, cumplirán mis mandamientos; yo le rogaré al Padre y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes”.
El evangelio de este domingo es una continuación del domingo anterior. Los discípulos desconcertados ante el anuncio de la pasión y partida de Jesús no deben temer, porque no los dejará solos; él les enviará un Paráclito, alguien que los aliente y les ayude a comprender lo que Jesús está haciendo.
La palabra “paráclito” tiene como raíz un verbo que significa la idea de hablar, influir positivamente, dirigirse a otro para animarlo. Referido al Espíritu Santo, este auxilio se comprende mejor si nos fijamos en las otras tres veces que el evangelio de Juan menciona al Paráclito, refiriéndose a él, como el que enseñará y recordará todo a los discípulos (14, 6), como el Espíritu de la Verdad que testimonia sobre Jesús (15, 26) y como el que deja al descubierto lo que es el pecado, la injusticia y el juicio (16, 8).
El Espíritu Santo es otro Paráclito que auxilia. El primero es Jesús, que en los capítulos precedentes es presentado en constante auxilio de la gente, en las bodas de Caná, sanando al hijo de un funcionario, a un paralítico, dando de comer a la gente con los panes multiplicados, librando a la mujer adúltera, curando al ciego de nacimiento y devolviendo la vida a su amigo Lázaro.
El Espíritu Santo es un don para los discípulos desconcertados en su fe, es un regalo para la Iglesia que nace del sacrificio de Cristo en la cruz, es el otro Auxiliador que les ayudará a no perder la memoria, a seguir profundizando en la verdad recibida, a discernir dónde está lo bueno y dónde está lo malo; sólo aceptando este don podrán ser verdaderos testigos del Señor Resucitado.
Ahora, nosotros somos esos discípulos del Señor y es a nosotros a los que se nos ofrece el don del Paráclito, para hacer de nosotros una Iglesia pascual, es decir, una comunidad de discípulos misioneros en acción. Para ser Iglesia del amor, de la interioridad y de la liberación no a base de fuerza, sino del respeto, tolerancia, lealtad y generosidad. Iglesia de la coherencia, capaz de dar razón de su esperanza. La esperanza y el amor no se gritan y mucho menos se imponen. El amor y la esperanza son una experiencia que contar, tarea nunca terminada y lección por aprender.
“Si me aman, cumplirán mis mandamientos…”
La motivación para permanecer como discípulos de Jesucristo no puede ser más que el amor como estilo de nuestra conducta. Si hemos aprendido a amar, hemos aprendido todo, hemos entendido el amor de Cristo, hemos entendido todo lo que había que entender de nuestro primer Auxiliador y ahora él está permanentemente en nosotros y nosotros con él.
Jesús tiene una sola misión, mostrarnos el verdadero rostro del amor del Padre, recreando el proyecto original que Dios tuvo al crearnos, desfigurado por el pecado. Como Iglesia que participa de la victoria de Cristo Jesús sobre el pecado y la muerte, nuestra vocación es vivir el amor colaborando para crear condiciones que permitan a cualquier hombre o mujer pasar de situaciones menos humanas a situaciones más libres de cualquier tipo de opresión.
“Hermanos glorifiquen en sus corazones a Cristo, el Señor, dispuestos siempre a dar, al que se las pidiere, las razones de la esperanza de ustedes”, nos dice primera de Pedro, haciendo que la experiencia del cielo sea posible sin tener que abandonar la tierra.
Como discípulo de Jesucristo, no es que tenga la obligación de ir a muchos santuarios, de ir al templo, porque el santuario que debo frecuentar, el templo que debo cuidar para no romper la relación con Dios, lo tengo dentro de mí mismo. No tengo la necesidad de ir lejos para ver al Señor, basta que venza el miedo a entrar al centro mismo de mi persona, a mi conciencia, ese ámbito donde mis opciones de vida tienen su sagrario. Jesús me invita a abrir el corazón y ver con qué estoy satisfaciendo esa hambre que nunca podrá ser saciada solo con pan y dinero.
Pero, todo esto no es posible sin el don del Paráclito, sin el auxilio de aquel que es fiel intérprete de la vida de Jesús y admirable constructor de la vida de la Iglesia.
Preguntas:
¿Con qué dimensiones de mi vida relaciono la presencia del Espíritu? ¿Con asuntos extraños o con compromisos cercanos y transformadores?
Revisemos nuestro entorno familiar, eclesial y social, ¿qué frutos de amor son urgentes? ¿Qué propósito podría hacerme?
Cf. Toribio Tapia Bahena, Del encuentro con Jesucristo a la misión, Ciclo A, OMPE México 2010, 148-151.
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