Hoy, en la primera lectura y el evangelio, tenemos dos escenas paralelas.
En las faldas del Sinaí se congrega una multitud que ha salido huyendo de Egipto, a la que el Señor hace una propuesta: “si escuchan mi voz y guardan mi alianza, serán mi especial tesoro entre todos los pueblos”. A través de una decisión libre, aquellos individuos pueden convertirse en la comunidad de Dios. Así, la multitud que salió de la esclavitud de Egipto recibe la vocación de convertirse en pueblo de Dios: “Ustedes serán para mí un reino de sacerdotes y una nación consagrada”.
También en el evangelio Jesús se encuentra ante la multitud. Y se compadece de ella, “porque estaban extenuadas y desamparadas, como ovejas sin pastor”. La piedad, mejor dicho la ternura de Cristo, se debe al hecho de que la multitud es solo multitud, números más que rostros, cantidad más que personas.
Esa gente aparece cansada, extenuada, porque vive en un estado de dispersión y de abandono.
Jesús expone la situación a sus discípulos y les implica en su compasión invitándoles a trabajar. Lo primero, deberán rezar, para poder sintonizar con la ternura de Dios, de comprometerse con su voluntad de salvación. Y después deberán partir. Jesús les hace apóstoles, o sea, enviados, y les confía una misión. Se ocuparán de aquellas multitudes transformándolas en el nuevo pueblo de Dios.
En contra de la masificación en la que vivimos, convertirse en pueblo, en comunidad, significa, por el contrario, conocerse, encontrarse con la mirada, comunicar, hablar, escuchar, descubrirse; significa también dejar circular la vida, la simpatía, el calor humano.
En una comunidad los individuos no se limitan a estar uno junto al otro como en la multitud, sino que se comprometen a crear comunión. Cuando la multitud se transforma en pueblo, entonces el otro se hace interesante, importante para ti, para mí.
Entre la multitud no, ahí cada uno lleva escondido el propio misterio, las propias penas, los problemas, las dificultades, las esperanzas y los proyectos. En la masa la persona queda borrada. Su verdadera identidad oculta.
Por eso a los discípulos no se les invita a establecer el orden en la multitud, a ponerla en fila, organizarla, manipularla, juntarla, adoctrinarla, sino a curarla de su resignación a ser solamente multitud, masa inerte.
Las enfermedades de que se deberán ocupar los apóstoles, en esta perspectiva, son sobre todo, como nos ha insistido el Papa Francisco, el anonimato, la soledad, el descarte, la indiferencia.
A los apóstoles se les encarga sacar personas de la masa, buscar rostros, llamar a cada uno por su nombre. Dar a cada uno el sentido de un proyecto divino que lo interpela en primera persona, y del que es responsable.
Hay quien está mudo porque nadie jamás le ha dado la palabra y quien está sordo porque nadie le ha enseñado a escuchar a los demás. Quien está ausente porque nadie le ha pedido expresarse. Quien se ha perdido porque siempre le han dicho que tiene que ir donde van todos, hacer lo que todos hacen, no salirse de la fila. Quien está desorientado, confuso, porque vive confundido en medio de los otros, y nadie jamás le ha revelado su rostro verdadero reflejado en una mirada limpia, nadie le hecho descubrir su conciencia y nadie le ha informado lo que vale.
La tarea de los amigos de Cristo es hacer que las personas sean conscientes de esta nueva realidad: han sido llamados a ser pueblo, a reconocerse, a encontrarse, a realizar el mismo proyecto divino sin perder la propia identidad.
No somos portadores de una doctrina, sino de un amor.
«Por tu limpia Concepción y belleza sin igual, cúbrenos con tu manto, Madre Santísima de San Juan».
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