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"No te sorprendas, le dijo Lamoriciére: éstas son mis guías inseparables, que me llenan de consuelo. Yo no quiero estar, como en el aire, entre el cielo y la tierra, el día y la noche; quiero saber a dónde voy y a qué atenerme, y no tengo reparo en declarar mi fe".
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Refiere el Ilmo. Sr. Dupanloup que, visitando un hospital, encontró un hombre de alta clase y de superior inteligencia que parecía absorto en la lectura de un pequeño libro. Se acercó al enfermo, quien al verle, exclamó: "¡Ah, Ilustrísimo Señor, qué hermoso libro! es un tesoro, un pozo de ciencia, en él todas las grandes cuestiones se tratan a fondo. ¡Qué libro tan admirable!..." Pues bien, ese libro era el Catecismo.
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Troplog, Presidente del Senado y del Tribunal Supremo en París, visitado en su última enfermedad por el Cura de San Sulpicio, y cuando se disponía a recibir los sacramentos, pronunció estas notables palabras, "Después de haber leído, estudiado y vivido mucho, cuando se acerca la hora de mi muerte, reconozco que la sola cosa verdadera es el catecismo".
FUENTE: González-Flores, A. (1917). "A todos conviene el Catecismo". La Palabra, Semanario Católico. Guadalajara, Jalisco. No. 34. Año 1.
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